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Max Scherzer, para toda la eternidad


Traducido por Marco Gámez

Los lanzadores abridores no son tan distintos de los actores. La preparación exige un nivel de compromiso, de inmersión, que obliga a una persona a fundirse con su labor. Ellos ponen todo su empeño, hasta que lo único que queda es la tarea por delante, el papel que hay que interpretar. Algunos lanzadores, y algunos actores, se entregan más completamente que otros. Antes de su apertura del Juego 4, la primera en tres semanas, Max Scherzer siguió su método habitual, gesticulando, efervescente, sin mostrar señal alguna de que habían pasado tres semanas desde la última vez que subió a un montículo de Grandes Ligas. Fue muy fácil olvidar por qué, reemplazar al hombre en el montículo por el Max Scherzer que los fanáticos han recordado desde hace mucho tiempo. 

La noche del jueves pudo haber sido la última apertura en la carrera de Max Scherzer, y si así fue, vaya forma de despedirse. Si no lo fue, también fue una gran forma de despedirse. Difícilmente fue una actuación que transportara a uno al pasado: la intensidad de esa mirada estaba atenuada por la barba canosa, las curvas esquivaban los bates, pero no hacían doblar las rodillas. La recta luchaba por encontrar la zona; por momentos, el cambio de velocidad parecía como si nunca antes lo hubiera lanzado, como si lo estuviera probando en los campos de práctica. No fue humilde, ni heroico. Simplemente lanzó bien, como lo haría un lanzador más joven, con talento, pero mortal.

Al mismo tiempo, no será la última apertura en la carrera de Max Scherzer, porque no habrá una última apertura en la carrera de Max Scherzer. En ese sentido, también es de otra época, un tiempo en que las series de televisión no terminaban, simplemente las cancelaban. Aunque los Blue Jays no avancen, o sí lo hacen, pero si lo usan como relevista antes del Juego 4, en una especie de elección apresurada, entrará en esa etapa de purgatorio donde habitan todos los agentes libres de cierta edad, activos e inactivos al mismo tiempo. Será un lanzador, y siempre, siempre habrá un equipo que necesite lanzadores. A veces no pagan por ello, o a veces sí, pero el codo falla. Pero la posibilidad, esa sensación de gravitar, siempre estará ahí. Especialmente entre lanzadores, nadie desaparece del todo, y para cuando el retiro se anuncia formalmente, ya solo existen en la memoria: de 34, de 37, de 41 años, para siempre.

Ciertamente, las probabilidades de un final de cuento, o un no-final, parecían escasas el jueves por la tarde. Los Blue Jays habían dejado fuera al futuro miembro del Salón de la Fama de su plantilla de la Serie Divisional de la Liga Americana, tras un muy mal septiembre en el que permitió 17 carreras en 15 dolorosas entradas. Al principio, cuando lo agregaron, simplemente dijeron que estaría “involucrado” en el Juego 4. Y no es que sus oportunidades mejoraran mucho al inicio, tras fallar con siete lanzamientos seguidos que pusieron a dos en base antes de salir del apuro con un doble play, y luego permitir un jonrón al abrir la siguiente entrada, el síntoma principal de su declive. Pero, así como Shane Bieber se asentó después de su mal inicio la noche anterior, Scherzer también lo hizo, esforzándose visiblemente, pero haciendo justo la cantidad de lanzamientos necesarios, esquivando contactos sólidos (los Mariners solo conectaron dos líneas, ambas fueron outs), y logrando ese desesperado swing con dos strikes sobre una curva enterrada en la tierra. Si ya no era una leyenda, por una noche, pudo hacer que sus rivales le temieran como a una.

Mientras tanto, detrás de él, los Blue Jays desmantelaban metódicamente la sensación de invulnerabilidad de Seattle. Esta vez no hubo un golpe repentino de cinco carreras; fue más cruel que eso. Por el contrario, Toronto desarmó a sus oponentes entrada tras entrada, anotando con jonrones, dobles, un lanzamiento descontrolado, un sencillo desviado por el lanzador. El dominio fue absoluto, e inevitable: el equivalente en béisbol a un golpe por la espalda y el cuerpo arrastrado a un callejón. El estadio mismo fue transformándose. A dos horas de la frontera, los Blue Jays siempre han tenido buena fanaticada entre los habitantes de Vancouver, Columbia Británica, quienes encontraron su camino hacia el estadio a través del mercado de reventa de boletos. A medida que los hombres de azul claro silenciaban a los locales por segunda noche consecutiva, los visitantes se apropiaban del espacio, hasta el punto en que, cuando la ofensiva comenzó a aumentar en las entradas finales, ya no estaba claro a quién pertenecía la multitud. Rugieron con fuerza cuando Seranthony Domínguez ponchó a Dominic Canzone para terminar el juego, la mitad celebrando, y la otra mitad aliviados de que todo había terminado.

Los lanzadores abridores no son tan distintos de los actores, en el sentido de que, muy a menudo, ellos y sus personajes se entrelazan. Max Scherzer y Mad Max son personas distintas compartiendo un mismo cuerpo, pero sus destinos están alineados, y cuando los vemos, los vemos a ambos. Por eso fue apropiado que Mad Max proporcionara su propio saludo final, gritándole al manager John Schneider cuando este vino a intentar quitarle la pelota con dos outs en la quinta entrada. No fue su batalla más difícil, Scherzer solo llevaba 72 lanzamientos, y la carrera del empate apenas asomaba en el círculo de espera, pero fue un placer verlo, como Peter Falk girando sobre su talón con un dedo alzado, por sexagésima vez. Todos sabemos cómo termina, pero nos gusta volver a verlo. Es reconfortante.

Scherzer se enfrentó a su jefe, a la multitud, al tiempo que tiraba de los tendones de su envejecido brazo derecho. Y, habiéndolos derrotado a todos, se volvió hacia Randy Arozarena y lo ponchó con cuatro lanzamientos, el último una slider que se desvió fuera de la zona con tal malevolencia que se escapó del guante de Alejandro Kirk y rodó por el césped del cuadro interior. Era una bola viva, pero ni el corredor ni el receptor se movieron, congelados, mientras el resto de los jugadores salía disparado hacia el dugout. Ajeno a todo, la música del estadio sonaba puntual. Finalmente, Arozarena se alejó. Scherzer, y Mad Max, no vieron nada de eso; maldijeron al aire nocturno mientras se alejaban, con la escena ya completa.

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